Hombre de cuarenta

Imagen 33El día anterior al cuadragésimo cumpleaños de Víctor Salaberria amaneció con un tiempo ni bueno ni malo, lo cual no era motivo de queja para nadie por aquellos lares. El sol, al otro lado de las nubes, producía un brillo intenso y la gente caminaba abrigada y, algo contrariada, con los ojos entrecerrados. No hacía demasiado frío, considerando que transcurría el mes de enero, pero un constante viento del Este ponía a prueba el volátil ánimo madrugador de los transeúntes. Uno —si no todos— de aquellos caminantes tenía mayores preocupaciones que el viento y el resplandor. Víctor iba cabizbajo para evitar estímulos que lo desconcentraran. Con el ceño fruncido repasaba todas las acciones que debía desarrollar en las siguientes horas.

Llegar hasta ese punto no había sido sencillo —ni barato— para alguien que sobrevive día a día desde que dejara su último trabajo, de 9:00 a 20:00, en una oficina. Suerte que contaba con la lujosa villa familiar, de la que tantas veces se había jurado que nunca se lucraría y que, sin embargo, decidió vender cuando empezó a desarrollar el plan. Desde entonces compartió piso de alquiler con dos hombres corpulentos y de rudas maneras que apenas hablaban el idioma, y con un tímido joven que decía ser escritor. Fue en aquellos primeros días compartiendo vivienda cuando la providencia le facilitó los recursos que allanarían el camino. Una tarde alguien llamó a la puerta de casa y cuando se disponía a abrir, el más hercúleo de sus compañeros le detuvo agarrándole por el hombro.

—Yo voy, ¿importa dejar sala?

Víctor asintió y se retiró a su habitación: no era demasiado grande pero cubría las comodidades mínimas de alguien que no pretende echar raíces. Además, necesitaba minimizar gastos para poner en marcha su propósito. Se sentó en un pequeño sofá que se agenció para las visitas que nunca tuvo y observó detenidamente y de manera aséptica el orden de las escasas pertenencias distribuidas por la estancia. Sólo sintió suya la vieja foto sobre la balda de los libros: eran él y Carla, su mejor amiga. Sonreían. Apenas tenían 13 años.

El apartamento era amplio y cómodo, pero de finas paredes que no aislaban ni del frío ni de los oídos curiosos. En el salón se juntaron los dos maromos con el recién llegado, que no hablaba el idioma de los otros. La conversación se desarrolló en inglés y Víctor entendió gran parte de la misma y varias cosas que desconocía sobre sus compañeros de piso. Fueron estos, poco después, quienes le pusieron en contacto con las personas que podían ayudarle a materializar la idea que llevaba tiempo gestando.

Entró en el banco y se sorprendió al comprobar que no estaba demasiado concurrido, apenas seis trabajadores y tan sólo un par de filas, una por ventanilla, de no más de tres o cuatro personas. Esa atmósfera poco tumultuosa le tranquilizó, pero sentía en el cuello el pulso acelerado palpitando en incómodos latidos. Nunca había cometido ilegalidades más allá de la copia de cintas musicales, la experimentación con algunas drogas —no estaba seguro siquiera de que estas actividades constituyeran delito—, y el robo sin intimidación de un lapislázuli del tamaño de una canica en un enorme supermercado de menaje para el hogar. Se llevó la mano al bolsillo, sacó el teléfono móvil y navegó sin objetivo deslizando el dedo pulgar. Nunca le gustó estar rodeado de ruido y gente. A pesar de ello había pasado toda la vida en aquella ciudad.

Cuando llegó su turno se acercó al cajero y este le invitó a pasar a un despacho. Allí le atendió una señora que después de formular varias preguntas y propuestas que Víctor respondió y rechazó respectivamente, le facilitó un sobre con todos los fondos de su cuenta corriente.

Cumplido ese trámite, tocaba la parte más complicada. Un coche le estaba esperando cerca del Banco. En el trayecto, dividió el dinero en dos fajos, uno algo más grande que el otro, y comprobó la documentación que llevaba en el maletín: dos carnés de identidad, dos pasaportes, y varias tarjetas y documentos. El contacto proporcionado por sus compañeros de piso le aseguró que le facilitaría todo lo necesario a cambio de mucho dinero.

Llegó a la enorme finca antes del mediodía y allí le recibió un tipo de maneras refinadas y enorme nariz. Víctor se limitó a seguir las instrucciones y, tal como acordaron, no formuló ninguna pregunta que no estuviese relacionada con el plan. El hombre le mostró la avioneta, y él le entregó el fajo de billetes de mayor tamaño. Su anfitrión introdujo el dinero en un artilugio, esperó paciente, y al ver la luz verde asintió. Extendió un brazo hacia la pista de despegue y Víctor le siguió. Antes de embarcar el hombre le ofreció una pistola de gran diámetro y un pequeño revolver. Aceptó la primera y rechazó la otra.

Se había entrenado durante meses en el pilotaje de aquel ingenio alado. Siempre pensó que la existencia de esos cacharros voladores de metal sólo podía racionalizarse bajo hipótesis relacionadas con tecnología alienígena. Sin embargo aquella sensación de prodigio se fue disipando con cada práctica de pilotaje. A pesar de tener los conocimientos y habilidades necesarias y haber calculado todo para llegar sin problemas a su destino, los nervios le atenazaban. Había experimentado esa misma inquietud otras veces: cuando conseguía la atención de sus padres mientras hacía malabares con mandarinas, ante un lanzamiento importante y fácil jugando a baloncesto, en los primeros y torpes encuentros sexuales,… La anticipación del desastre cuando sólo queda lo más fácil por hacer.

Antes de subir a la avioneta oteó la posición del sol al otro lado de las nubes: había recorrido más de la mitad del arco diario. Inexorablemente el día llegaría a su fin y él cumpliría cuarenta años. Ya era hora de plantar cara a Cronos.

El despegue fue sobre ruedas, primero, y en ascendente propulsión después. Atravesó la zona de nubosidad sin contratiempos y cuando alcanzó la velocidad de crucero puso el piloto automático programado en la dirección deseada: la misma que dibuja el astro en el cielo, de este a oeste. Si todo iba bien, a la altura a la que volaba y teniendo en cuenta el recorrido, no sería detectado por ningún radar de las autoridades.

Dos horas más tarde el cielo quedó despejado y la visión del horizonte al final del tapiz marino calmó la inquietud que le acompañaba.

Sacó una fotografía del bolsillo de la cazadora. Era el único objeto personal que llevaba. Carla y él.

Se sintió audaz y revolucionario mientras el avión contrarrestaba el transcurso de aquellas últimas horas que faltaban antes de que expirarse el plazo pactado con su amiga. Era una sensación de estupor, de inexistencia de imposibles. Le hizo recordar un tiempo cuyas reminiscencias había mantenido siempre tan enterradas como le era posible.

Aquel verano descubrieron juntos nuevos grupos de música; a Michael, Larry y “Magic”; las diferencias y las similitudes de las sensaciones de uno y otra en los respectivos juegos con sus sexos; también leyeron Momo y tuvieron largas charlas sobre las flores horarias y el profundo significado de las mismas. Decidieron, con el descaro de la juventud, que nunca serían viejos, que jamás serían hombres grises. Saliva en mano se prometieron, entre risas y burlas a la idiosincrásica banalidad de sus mayores, que jamás llegarían a tener su edad. Establecieron el día antes del cuarenta cumpleaños de Víctor, tres meses mayor que su amiga, como la fecha señalada. Pero ella cumplió con su parte mucho antes de lo pactado: unos años después de aquel verano. Por aquel entonces las risas y la vieja promesa habían quedado atrás y los problemas eran el presente y futuro de su amiga. Aunque Carla ya apenas estaba, porque poco quedaba de ella, él estuvo a su lado siempre que pudo, viendo pelis juntos, relatándole las experiencias universitarias, tratando de animarla y ayudar sin saber cómo… Pero no estuvo el día que se tomó las pastillas y se sumergió en el agua de la bañera.

Se sintió extrañamente reconfortado ante aquellos recuerdos que habían acumulado polvo pero no olvido. Tras cuatro horas de vuelo, ya no percibía en el parabrisas el brillo del sol y se enorgulleció de esa pequeña victoria contra el paso del tiempo. Pero la celebración duró poco: al fijarse en los controles de vuelo vio que el nivel de la gasolina estaba por debajo de lo esperado. Dio unos golpes en el indicador pero la flecha no se movió. Entonces comprendió: había olvidado quitar el piloto automático y ajustar el modo de vuelo a los estándares de consumo eficiente. La sensación de angustia volvió a palpitarle en el cuello. Las siguientes horas las pasó pilotando de manera manual, cumpliendo con todo lo aprendido para minimizar el consumo de combustible y cruzando los dedos para que eso fuese suficiente.

El indicador llegó a cero unos pocos cientos de kilómetros antes de que los motores dejasen de funcionar y cuando esto ocurrió la isla aún quedaba lejos. Decidió prolongar el planeo al máximo y, llegado el momento, intentar un aterrizaje de emergencia en el océano. Pensó en aquella idea absurda de Carla que concebía la eternidad como la ilusión mental que convierte la percepción del último instante de vida en siglos de experiencias oníricas, placidas o no. En una suerte de imperfecta eternidad inconsciente que también terminará. Observó a lo lejos la isla justo antes de que la avioneta hiciera contacto con el mar.

Recuperado de la confusión tras el impacto, comprobó que no había heridas ni lesiones de las que preocuparse. La isla quedaba a tres o cuatro kilómetros y si lograba mantener la calma llegaría a nado sin problemas. Pero el nivel del agua en el exterior subía poco a poco por el parabrisas, tenía que salir inmediatamente. Introdujo la vieja foto en el maletín impermeable junto a los documentos de identidad y el dinero, se colocó el chaleco salvavidas, cogió la pistola de bengalas que le había proporcionado el hombre de la finca y salió por la trampilla superior.

El agua estaba a una agradable temperatura y comenzó a nadar a ritmo lento pero constante en dirección a tierra. Aún estaba a tiempo de llegar al destino antes de que el día tocara a su fin. Para evitar el revuelo decidió no hacer uso de las bengalas de no ser necesario.

—¡Achiu pa!

No encontró ningún sentido, más allá de hipótesis funestas y delirantes, al hecho de haber escuchado una débil voz humana en medio del océano.

—¡Achiu pa, stior!

Esta vez la voz se escuchó con más claridad y el náufrago braceó para girar hacía el lugar del que provenía. A pocos metros un hombre menudo, de pelo blanco y piel curtida, había dejado de remar el pequeño bote de madera y gesticulaba con los brazos.

Le ayudó a subir a la pequeña embarcación y, una vez a bordo, le agarró por la mandíbula con pulgar e índice y escrutó con su mirada la de Víctor. Al comprobar que estaba en buen estado le dio dos palmadas en el moflete, asintió sonriente e hizo un gesto de agradecimiento hacia el cielo. Después recogió las redes de pesca vacías y remó hacia la costa.

Observó el pico de la avioneta hundirse lentamente hasta desaparecer. Sacó del maletín algunos de los papeles y arrojó al mar un pasaporte y un documento de identidad.

—Aquí termina tu camino Víctor Salaberria —dijo con solemnidad.

Durante unos segundos observó la foto: aquellas poderosas sonrisas, inmortales en apariencia, pero anecdóticas y efímeras en retrospectiva.

—Adiós, Carla. Ya no estarás sola bajo el agua. Él también ha cumplido su promesa.

La imagen de ambos se difuminó poco a poco a medida que la fotografía se sumía en la oscuridad.

Sergei tecleaba sin parar en la redacción de la agencia de noticias, era su tercera semana en el puesto y borraba casi tan rápido como escribía tratando de escoger las palabras precisas.

—¿No vienes al café? —le propuso su jefa con amabilidad pero intuyendo la respuesta; conocía demasiado bien la necesidad de demostrar la valía y aferrarse a la oportunidad.

—No gracias, quiero terminar esto primero —Ella comprendió y se alejó sin insistir—. Estoy con la noticia del hombre que desapareció el sábado.

—El viernes, desapareció el viernes 26.

La mujer había salido ya del despacho y Sergei escuchó las últimas palabras como un murmullo ininteligible. Terminó de redactar la noticia y escribió el titular.

Aquella mañana, una semana después del cuadragésimo cumpleaños de Alexander Kopicki, amaneció espléndida. No le resultó difícil aclimatarse a la suave brisa y al constante azul del cielo. Se regocijaba ante la quietud, la calma, y el sonido de las aves y las mareas. Su casa era pequeña pero acogedora. Desayunó deliciosas frutas cuya existencia ignoraba y se preparó —sandalias, pantalón corto y camiseta— para ir al pueblo.

Compró el periódico en la tienda de Winda y esta le despidió con una frase recién aprendida que se convertiría desde entonces en ritual:

—Que tenga buen día, señor Kopicki.

Se sentó en un banco y fue pasando páginas sin prestar demasiada atención a lo que leía. Llegó a la sección de sucesos y leyó el primer titular:

Hombre de cuarenta años desaparece en extrañas circunstancias. Víctor Salaberria desapareció el pasado 27 de enero, día de su cumpleaños, sin dejar rastro…

Mordió una maldición en la lengua, tiró el periódico a la papelera y caminó junto al mar en calma.

 

Andoni Abenójar

16 comentarios

  1. ¡Qué bueno sería poder elegir! pero la mayoría de las veces hay muchas cosas que nos atan a la pata de la mesa de las obligaciones y de la rutina… Muchas veces siento la necesidad de escapar pero sé que es tarde para mí y me conformo con pequeñas, muy pequeñas locuras.
    Felicidades por tu cumple, si los cuarenta te pesan… imagina lo que pesan los míos, que son muchos más.
    Un abrazo.

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    1. Hay muchas formas de escapar y de aligerar cargas, algunas más complicadas de realizar, pero también hay otras formas que permiten volar sin grandes medios, sin necesidad de avionetas y grandes cantidades de dinero y tiempo. Ni siquiera requieren el ímpetu de la juventud, de hecho incluso mejoran en ausencia de este, me atrevería a decir. Y tú conoces bien esas formas de escapar o investigar a través de la imaginación.
      Un abrazo Estrella.

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  2. La sensibilidad a flor de piel con que escribes es preciosa.Bien dicen que las plumas no las dan a cualquiera. Tienes un privilegio único y es comunicar tus emociones. Aplaudo tus pensamientos, celebro tu blog y estamos en comunicación.

    Te invito a seguirme. Saludos desde Mazatlán, Sinaloa, México.

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