Adela coge la mano de su marido con dulzura. En la habitación blanca solo se escucha el sonido del respirador, sin embargo, silenciosos gritos flotan cargando el aire de impotencia. Abre la ventana para ventilar la habitación con la ingenua esperanza de que esto también le ayude a oxigenar la conciencia, o al menos aliviar parte de la carga. Observa un azul sin resquicios pintado en el cielo. Mira su anillo de oro y ve nubes negras. Vuelve a acercarse a la cama en la que reposa lo que queda del hombre con el que había compartido los últimos treinta años. Se fija en las manos, antes fuertes y cálidas. Parecen débiles y frías; como todo en aquella habitación. Cuando llega su hija Irene, se funden en un abrazo y lloran.
—Mi niña —acierta a pronunciar Adela entre sollozos—. Le pedí que fuese al pueblo y trajese la vieja máquina de coser de la abuela.
—Mamá —Irene se esfuerza por parecer serena— no es culpa de nadie, ha sido un accidente.
A Adela le conmueve el esfuerzo de su hija por mantener la calma. Trata de respirar hondo y recomponerse.
—¿Has encontrado la cartera de papá en casa?
—He puesto todo patas arriba. No está allí.
—Es muy raro… Aquel policía dijo que tampoco estaba en su ropa, ni en el lugar del accidente.
—No te preocupes ahora por eso. ¿Por qué no te vas a descansar? —Se acerca para besarle en la mejilla—. Llevas desde anoche aquí y son las siete de la tarde. Deja que yo me ocupe.
—No quiero estar lejos de él mucho tiempo —Dice Adela mirando a su marido—. Iré a darme un baño y a cambiarme de ropa. Antes de las diez estaré aquí.
—Tómate el tiempo que necesites.
Irene se queda en la habitación blanca mientras Adela coge el bolso y se pone la chaqueta. Se despide y abandona la estancia.
En el despacho del agente Gutiérrez, suena el teléfono. Descuelga y mantiene una breve conversación. Tras colgar, le dice a su compañero que tiene que salir a hacer un pequeño recado y abandona la comisaría.
De camino a casa, Adela siente la tentación de bajar del metro tres estaciones antes para buscar consuelo en los brazos de Alex. Añora aquellas manos conocedoras del mapa de los tesoros bajo su piel. Descarta la idea tan pronto surge. La culpa vuelve a ella como una lluvia de alfileres.
Cuando llega a su destino, prepara un bocadillo; no tiene hambre, pero el psiquiatra del hospital le había aconsejado no tomarse la pastilla con el estómago vacío.
Se acerca al teléfono y ve que tiene un mensaje en el contestador. Es de la comisaría. Lo escucha:
“Eh… ¿señora Alonso? Soy el agente Gutiérrez. Por favor, venga por aquí cuando pueda, hemos encontrado la cartera de su marido.”
Después de borrar el mensaje de voz, se da un baño, se come el bocadillo con desgana y se toma la pastilla. Coge el metro y esta vez no flaquea, debe ir al hospital, ese es su sitio: la habitación blanca.
En el despacho, Gutiérrez observa una cartera y deja una caja de cerillas junto a esta. Lee las letras sobre el dibujo de una mujer con largas y sugerentes piernas: “Club El Calentito”. Sobre la superficie de cartón, aún no se ha borrado la marca de carmín rojo de unos labios gruesos.
Tras unos momentos de duda, coge la caja de cerillas. ”Pobre mujer”, piensa, “para que iba a necesitar saber esto”. Tira los fósforos a la papelera, descuelga el teléfono y marca el número.
Andoni Abenójar
Es… Desgarrador. Hay mentiras y secretos que deben ser llevados hasta la muerte. La verdad no siempre es liberadora, muchas veces puede ser una carga.
Gran relato
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Bienvenido a La caricia del gato negro. Gracias por la lectura y por dejar tu comentario, John.
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En el juicio de nuestras acciones no hay mejor juez que nosotros mismos. Y si fumas es mejor que lleves siempre encima tu encendedor. Saludos.
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Je je je
Bien dicho José.
Gracias por pasarte por aquí. Un abrazo.
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Sí sí, pobre mujer… de todas formas yo tampoco le habría dicho nada de los fósforos. El muerto al hoyo y el vivo al bo… a Alex. 🙂
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Sin duda. Habrá que escribir una segunda parte en la que Álex demuestre su destreza como buscador de tesoros subcutáneos 😉
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